Monseñor Romero: el santo de América
El Papa Francisco canoniza "a la voz de los sin voz" 38 años después de un asesinato planificado por las altas esferas de la ultraderecha salvadoreña y que a día de hoy sigue impune
«Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cesen la represión!»
Estas fueron las palabras de Óscar Romero en su penúltima homilía un día antes de ser asesinado. Algunos de sus consejeros le pidieron no decir esas palabras en la misa del 23 de marzo de 1980, en un momento de gran tensión y cuando ya era un enemigo para los sectores más radicales del gobierno militar de El Salvador y también para los sectores conservadores de El Vaticano, que en esa época eran amplía mayoría.
Monseñor Óscar Arnulfo Romero, el profeta rebelde que durante décadas fue maltratado y visto como un peligro por la Santa Sede, fue canonizado este domingo por el Papa Francisco. En una histórica ceremonia celebrada ante casi 70.000 feligreses, miles de ellos salvadoreños y latinoamericanos, el Vaticano resaltó que monseñor Romero denunció el pecado social «convirtiéndose en la voz de los sin voz».
Pese al reconocimiento que recibió este domingo de la Santa Sede, la labor del mártir salvadoreño no siempre fue reconocida ni comprendida por la jerarquía católica
Banderas de El Salvador y pancartas del mártir se vieron por toda la Plaza de San Pedro. El Papa alabó la dedicación del religioso a los pobres y vulnerables en medio de las circunstancias que le tocó vivir: un país como el El Salvador sumido en la violencia.
«Lo mataron por decir la verdad», dijo el primer cardenal en la historia de El Salvador, Gregorio Rosa Chávez. La figura de monseñor Óscar Romero, y sobre todo su muerte, no se entienden si no se conocen las palabras del llamado ‘santo de América’. Óscar Arnulfo Romero y Galdámez acabó erigiéndose como una voz poderosa voz contra la pobreza, la injusticia social, los asesinatos y la tortura en El Salvador justo antes de que comenzara una cruenta guerra civil.
Pese al máximo reconocimiento que recibió de la Santa Sede este domingo, la labor del mártir salvadoreño no siempre fue reconocida ni comprendida por la jerarquía del catolicismo. Sus palabras, que algunos consideraban peligrosas, otros valientes y la mayoría desafiantes, eran pronunciadas mayoritariamente desde el púlpito durante homilías que eran retransmitidas por radio y seguidas por miles de fieles en todo el país.
Y fueron precisamente sus palabras las que sellaron su sentencia de muerte durante una misa. Un francotirador de la ultraderecha salvadoreña lo asesinó de un balazo en el pecho cuando acababa de pronunciar su prédica el 24 de marzo de 1980 en la capilla del hospital de la Divina Providencia de San Salvador.
El profeta tiene que ser molesto a la sociedad, cuando la sociedad no está con Dios», dijo durante una homilía en agosto de 1977, apenas seis meses después de haber sido nombrado arzobispo.
Fue un manifiesto del rumbo que tomaría su arzobispado mientras en El Salvador se sucedían los enfrentamientos, los abusos y la represión. Romero fue una voz molesta para el gobierno militar, denunciando las violaciones de derechos humanos perpetradas por el Estado y los grupos paramilitares. Pero también censuró a los grupos armados que integraron la guerrilla del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN).
Casi 40 años después de su asesinato, el sacerdote católico más venerado de El Salvador fue canonizado por el papa Francisco en el Vaticano. Pero los responsables de su muerte siguen sin ser juzgados. Su crimen quedó impune.
Junto a Romero fueron canonizados: el papa Pablo VI, Francisco Spinelli, Vicente Romano, María Catalina Kasper, Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús March Mesa y Nuncio Sulprizio.